miércoles, 11 de abril de 2018

M

Recuerdo lo oscuras que me parecieron siempre esas escaleras, tu tocador al entrar enmarcado por los retratos de los que te gustaría que estuvieran.  Me acuerdo de la luz en el desnivel de su techo, de las máscaras en la pared de su cuarto, y el eterno respeto de mis pasos por no cruzarlo, hasta que lo acabé sintiendo un poco mío.
Me acuerdo del frío en las plantas de los pies cuando cruzaba descalza  por el salón para ver el barco de metal que susurraba la existencia de otras posibilidades. La ventana del comedor que nos acercaba a la montaña.
Ahora me pregunto si tus ojos jugaban a llenar los huecos vacíos cuando celebrábamos ahí la Navidad, si seguías buscando las risas apagadas cuando te chocabas de frente con otra carcajada.
Tus manos eran las que hacían un hogar de mi casa, y ahora necesito perderme en la montaña. Quise creer en la posibilidad de una vida después porque, a veces, me pregunto si sigo recordando el olor de tus abrazos.
Echo de menos encontrarte en mi sofá al despertarme los domingos -cómo ir a misa si tenía velando mis sueños a todo en lo que yo creía-, y que tratásemos de sorprenderte un lunes. Nunca creiste que lo de ser motivo para seguir podía ser tan recíproco, pero a veces necesito deshacer el tiempo y volver a verte llevándome de la mano a cualquier parte.
No te hacías a la idea de todo lo que me enseñabas cuando te dejabas tu vida en nosotras, dejándonos siempre las puertas abiertas a tu corazón.
Que querer sólo duele cuando no se lo puedes decir a quien amas. Y tú eres lo más grande que ha pisado este planeta.
Que echo de menos el orgullo de tus ojos y el amor en tus caricias. Las lágrimas contigo sabían menos a sal.

Gracias por hacerme tan tuya, gracias por haberme enseñado a ser tan mía.