A veces me gusta imaginar que nada habría cambiado, que ayer nos hubiésemos ido a celebrar otro año más cumplido por el que no sonreirías de manera especial hasta que no nos invitases a algo para celebrarlo, contigo, siempre contigo.
Imagino tus ojos más cansados y tu sonrisa con más arrugas. De intentarlo.
De vez en cuando llego más lejos, y me imagino cómo me sonreirías ahora que soy como soy, ahora que he despertado.
No sé como explicarte que la niña llorica quedó atrás -aunque sigo sin saber pronunciarme sobre el dolor sin llorar-, o que mis manos ahora están frías desde que tú no me das las tuyas.
Ando con demasiadas pestañas y pocos sueños -una de las putadas de estos cuatro años es que me he dado cuenta que el cielo no se puede pedir-.
Supongo que ahora te escribo lo que no te sabía decir, lo que trataba de contarla a ella en todos y cada uno de mis diarios.
Sigo siendo un libro abierto, solo que he aprendido a esconder entre los renglones algunas historias que no tienen por qué ser reveladas.
Me sigue gustando la leche fría hasta en invierno pero nunca le echo azúcar, si te soy sincera solo me la tomaba cuando la echabas tú.
Sigo hablando hasta debajo del agua, no me callo mi opinión y pierdo el hilo de mis propios monólogos.
Aún miro el jardín sintiendo que falta algo, y conspiro conmigo misma para recordar las recetas que me enseñabas, pero no aprendí.
Echo en falta que a alguien se le llene la boca de mí porque inundaba su corazón.
Lo que hubiese dado porque lo hubieses deseado, porque fueses tú quien pidiese que te dijese lo mucho que te quiero, y no ser yo la que lo pida ahora.
¿Sabes? A veces nos divierte pensar cómo te pondrías y como nos mandarías callar si nos escuchases hablar de vez en cuando, como aquel día que fui al salón a contarte un chiste verde que ni entendía. Sigues haciéndome sonreír desde la montaña.
Supongo que te lo cuento porque la esperanza es lo último que se pierde, porque desearía pensar que te cuento algo que ya sabes.