Cuanto más pasan los años más miedo tengo, de que se me olvide, de no recordar el olor de su ropa, de su casa; de no acordarme de sus pulseras, o el collar que siempre adornó su cuello. De no recordar su piel y sus manos, las que tantas veces me levantaron y me acompañaron, las que me hicieron crecer, las que yo calentaba con las mías cuando me llevaba al colegio cada mañana durante tantos años... tantos años que me pregunto qué hubiese sido yo si no hubiese sido parte de ella, y estoy segura de que no sería en absoluto mejor de lo que soy. Tuve a mi lado a la mejor persona que ha pisado el planeta, tuve a mi lado a una heroína tal vez no famosa pero sí reconocida por aquel que pudo saber tan sólo su modo de mirar. Y es que sus ojos... esos ojos que se fueron tornando nublados, ojos que a los míos hacían llover al mirar y no tener respuesta, porque yo sólo quería que me viera, y llegué a creer que me vio por dentro, pero me di cuenta de que me lo imaginaba cuando tornó hacia otro lado su cara.
Podría recordar algo de cada rincón de su casa, de cada uno de sus vestidos, me atrevo a decir que sabría decir cuales ni siquiera estrenó, cuales compró y usó para momentos especiales, y cuales eran los más frecuentes, o tal vez ya no. Envidio su elegancia, su fuerza, su manera de sonreír, su manera de cuidarme, de enseñarme, de dormir juntas dadas de la mano, incluso rezar con ella parecía otra cosa, lástima que Dios no oyese mis plegarias, que no las oiga, que no la traiga conmigo.
Y es que yo en sus brazos siempre me sentí protegida, quien había mejor que ella para prepararme la comida cada viernes, para enseñarme que la vida es un fluir de golpes y que alternativamente tocan a unos o a otros, y que aunque muchos nos dieron a nosotras, siempre demostró que con todo se sigue, que nada puede desaparecer mientras viva dentro de uno todo aquello que necesitamos.
Creo que jamás me he enorgullecido tanto de nadie, y eso que tuve esos momentos pavos y estúpidos en los que no quería que me gritase por la ventana, pero madre mía, sonrío pensando en que ahora moriría de ganas porque asomase su cabeza en la ventana doble del cuarto, llamándome a subir a su sofá, y es que recuerdo hasta con cariño la funda, que cada vez que íbamos acababa más fuera que puesta. Creo que la generosidad es lo que le corría a veces por las venas, y no sangre, pero sí melancolía.
Supongo que cuando desaparecen ciertas personas se llevan partes nuestras con ellas, y ella se llevó una mitad entera, pero al final yo soy una parte suya, así que sólo se llevó con ella el agradecimiento que yo le debía.
Y llego al final de la misma manera que siempre, pensando que esto no es suficiente, ni una buena introducción, ni buen cuerpo ni buen desenlace, y jamás podré hacerla ese gran homenaje. Será la persona a la que más textos dedique, a la que más nostálgicamente recuerde, a la que escribiría cada día en aquella pizarra amarilla sólo para que jamás olvidase que como ella no habrá nadie.