miércoles, 6 de julio de 2016

VII

Tenía las manos tan frías como mi corazón, no éramos las piezas de un puzzle pero era otro modo de encajar. Era inevitable el escalofrío cuando bajaba lentamente con la yema de su dedo por mi espalda, cuando retrocedía sin esfuerzo por cada una de mis vértebras, subiendo con sus dedos mis escaleras, y volvía para hacer curva en mi mandíbula. Parecía mentira que conociéndole tan poco tuviese tantas ansias de saber hasta el último de los pensamientos que le rondaban por la cabeza. Derrapaba por mi cintura y pasaban a toda velocidad por mi boca las ganas de preguntarle por su vida. Su risa era un canto a la libertad del que reivindica lo que quiere y no lo que puede alcanzar. 
Por suerte mi hielo servía de resistencia, de escudo y de anestesia. Yo con ese pánico tan latente a las operaciones y él abriéndome el corazón en canal con un pulso firme y radical. Me descosía cada noche la herida que abría de par en par la jaula de mi locura, para volver a esconderla tras la cordura de ese hilo con el que la cerraba en cuanto los primeros rayos de sol amenazaban por la ventana. Cada noche la luna nos dejaba boquiabiertos, recuperábamos la sensación de ser dos niños sin complejos que se sentaban en el regazo de su abuelo. Yo me acurrucaba y él tomaba siempre de la mano a sus fantasmas. Qué bonita se veía la vida bajo ese tono de blanco imperturbable.
No sé cuántas noches pienso en la que él me beso la punta de los pies. Me dijo que había recorrido más que la mayoría de los que andan teniendo en mente cada kilómetro. Sonrió curvando sólo una de las comisuras: "debes estar cansada". Esa noche me cuidó, fue la misma que me miró a los ojos y usando su dedo como batuta hizo cantar a los árboles. Y con ese fondo de orquesta me habló de mí. Me dijo que en su soledad me imaginaba feliz, que tenía una casa en la que el último escalón chirriaba, y el eco de las paredes sólo devolvía la risa. Que aunque viviese entre cuatro paredes mi alma no se podía enjaular, que tenía siempre más ganas de huir que de estar, y que si mirabas bien sabías que mi yugular tenía grabada a fuego la palabra libertad. Que iba a coger muchos más metros sin ningún destino como hice ese día, pero que ninguno sería comparable a aquel. Que cuando cerraba los ojos con más fuerza nos veía sonriéndonos de un lado al otro de la acera, y que no siempre íbamos en caminos contrarios. Que sembraría un trocito de mí en cada parte del mundo, y que el día en que recogiese sus frutos no me cabrían todos en los brazos. Nos imaginaba abrazados. 
Recuerdo bien que después me miró y silenció a los árboles. Madrid pareció un poco menos gris durante un instante. 
Mis demonios esa noche la pasaron con sus ángeles.


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