A veces, tenía que dejar de mirarte. Podías hundirte tú, pero yo no iba a ahogarme más contigo. Porque te miraba cuando el sol te iluminaba la cara, y tú sólo sabías darle la espalda y contemplar su sombra, y a más luz más sombra, y tus tinieblas a veces me acojonaban.
¿Te acuerdas el día en que te vi feliz? Tú, querida mente voladora, me dijiste que lo eras porque descubriste que podías sentir tristeza, que eso significaba que fluías. Me contaste cuánto tiempo habías estado tratando de recordar qué era doler, que el día en que lo sentiste sólo eras capaz de reír; como el que se obsesiona por amar y el día en que roza el amor abraza al sentimiento en vez de al amado.
Siempre fuiste a contracorriente, pero, a mí no me engañas, sólo porque adorabas chocarte con la gente de frente y no vivir siguiendo a paso militar una espalda.
¿Qué te rondaba por la cabeza cuando te mirabas al espejo y comprobabas, por el número de arrugas que producían tus ojeras, cuantos años tenían tus lágrimas? No eras un árbol, amor; pero siempre pensaste en lo maravilloso qué hubiese sido ver el sol a través de las copas de los árboles, perderte y rasgarte entera por las cortezas. Aunque luego desechabas esa imagen de tu cabeza pensando que no sobrevivirías una noche a tus miedos.
A día de hoy todavía no te he descifrado, te tragaste la llave antes de poner el candado. ¿Creías que algún día llegaría algún kamikaze con ganas de asomarse al abismo que producen a veces tus ojos y que trataría de alcanzarla, verdad? No te culpo, yo también fantaseo con que alguien quiera conocerme por dentro, siempre fuimos igual de idiotas.
Por favor, si mañana decides que te rajas, que vas a destruir esa muralla, avísame, te dejaré lanzarme la primera piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario