Se rascó la herida, demasiado fuerte y durante demasiado tiempo, hasta que sangró. No había señal ninguna de dolor en el rostro, hasta que la sangre no dejó de salir levemente a lo largo de dos minutos; no fue hasta ese momento cuando mostró dolor. Una lágrima que huyó estrepitosamente, con nombre de mujer, rodando por su mejilla, con tan mal final que acabó en sus labios. Esa fue suficiente señal para que en apenas segundos se repitiese el mismo procedimiento, distintas lágrimas, un mismo nombre. La herida podría escocer, pero a él lo único que le escocía era el alma; el hecho de que ella le apartaba la mano de la manera menos cariñosa del mundo cada vez que se rascaba las heridas, recordar que ella no dejaba que sangrase más de dos segundos porque ya la tapaba con cualquier pañuelo o servilleta, llegó a intentar parar su sangre con su suéter una vez.
Él levantó la cabeza y vio como un niño le miraba con ojos curiosos, no sabía leer en su mirada si lo que destacaba era la curiosidad o el notable desagrado que su sangre le producía, pero no la apartaba, todo lo contrario, la mantenía mientras él le miraba. Creía que ya nadie sabía aguantar la tensión que produce mirarte con alguien durante más de cinco segundos, y es que no sabía en qué momento entre que nacemos y llegamos a la edad del pavo perdemos ese don. Pero curiosamente ella lo tenía, y si al mirarse dos personas hubiese un cristal sujeto por esa tensión ellos no lo habrían roto hasta el último día.
Es curioso como, después de tanto tiempo tratando de evitar que sangrase, ella le causó la peor herida que él había tenido, y, ésa, no derrama ni una gota.
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