Llevaba 14 años observando con mudo respeto ese salón que me parecía el museo de su vida. La puerta cerrada tras la que estaban los sillones de cuero contra las paredes blancas de gotelé y los muebles de madera acristalados a modo de vitrina que revelaban destellos de una vida que no era lo que fue.
La luz que entraba por el ventanal del fondo hacía parecer que estaba fuera de su casa, más oscura en el resto de las pequeñas habitaciones. Y, en cambio, la grande estaba reservada para esto, para el recuerdo, para el enaltecimiento de lo que pasó, para recordarse lo que ya no pasa, para contar en silencio la historia de lo expuesto, pero que nadie entiende. De un arte que aún nadie ha estudiado, de una forma de mirar que aún nadie comprende, de un amor sobre el que no se ha escrito suficiente.
La luz que entraba por el ventanal del fondo hacía parecer que estaba fuera de su casa, más oscura en el resto de las pequeñas habitaciones. Y, en cambio, la grande estaba reservada para esto, para el recuerdo, para el enaltecimiento de lo que pasó, para recordarse lo que ya no pasa, para contar en silencio la historia de lo expuesto, pero que nadie entiende. De un arte que aún nadie ha estudiado, de una forma de mirar que aún nadie comprende, de un amor sobre el que no se ha escrito suficiente.
Y así el eco de mis recuerdos crecía por los armarios, y la angustia era palpable en aquel salón, hasta que lo llenó dejándome a mí fuera de esa sala de exposición, perdida en una salida que era la entrada de mi dolor, pero no seguí esa puerta, caminé aparentemente perdida pero con la seguridad en los pies de quien ha crecido entre esas paredes en las que ahora apoyaba las manos, sintiendo que iba a caer si no lo hacía. Y abrí la primera puerta de la derecha, me dirigí a la ventana y subí las persianas, el polvo nublaba la visión de lo que se encontraba más allá, pero yo sabía lo era, era el césped con su ausencia, el calor sin su sombra, era la cuestión con la única solución perdida, era la vida apagada, mi herida.
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